En torno a los derechos humanos y
la educación
Ramón Casanova*
¿Qué involucra hoy día fundar una política
educativa en los derechos humanos en el escenario de las necesidades de nuestra
región?
1. Debe implicar una
revisión crítica de las plataformas ideológicas de las reformas educativas que
tienen su asidero intelectual en el consenso de Washington.
Hablamos de una política pública de
gratuidad, obligatoriedad y laicismo que permita la satisfacción del umbral
mínimo de una cultura compartida.
En esta dirección es que tenemos que
replantearnos, tal como lo ha venido reconociendo la Unesco recientemente, la
actualidad de los sistemas públicos nacionales de educación como la forma
institucional más conveniente para encarar la fragilidad, la disgregación y la
violencia social de nuestras sociedades.
Un replanteamiento que en términos de la
aportación de la educación en derechos humanos debemos considerar desde tres
ángulos complementarios: a) la relevancia del sentido clásico de la ética en
este asunto: el de la reflexión sobre las virtudes que deben caracterizar la
ciudadanía y contrarrestar los «vicios» privados del orden de los intereses
individuales, o, si se prefiere, de la sociedad civil; b) la imbricación entre
educación en derechos humanos y educación cívica, valorando esta última como
reconstrucción política de la comunicación pedagógica, y c) el acercamiento a
la escuela pública como la posibilidad de disponer de un locus deliberativo de las
cosas que están en juego en un tiempo de cambio, vale, decir la tarea que
reclamaba Flaubert para una época similar: la de la educación sentimental.
2. En segundo lugar, que debemos
revalorizar las experiencias de uso extraescolar de la educación escolar, las cuales vienen
propiciando una modificación no sólo de los objetivos educativos, sino de la
naturaleza misma del papel asignado a la escuela, acercándola al espacio de la communitas y pretendiendo que
sean lugares contextualizados de aprendizajes y agentes pedagógicos
complementarios. Experimentando mecanismos para reducir los efectos, por
ejemplo, de la espuria educación, del deterioro de la organización familiar,
del trabajo infantil, de la extrema pauperización cultural en las familias, de
la violencia infantil y juvenil.
Sea como sea, involucra aprovechar el peso
institucional de la escuela en nuestras sociedades, ensanchando su influencia
en la organización de la vida colectiva de sus entornos inmediatos,
experimentando, como de hecho viene ocurriendo, respuestas dirigidas a hacer de
la escuela el corazón del aprendizaje para la vida democrática comunitaria.
3. Por último, no podemos pasar por alto
que la discusión sobre cuáles valores, quizás el más delicado de la cuestión, y
en donde los esfuerzos para una política de los derechos humanos han encontrado
mayores dificultades, no es asunto de tecnócratas sino de la sociedad. Sostener
la necesidad de una política inclusiva, de una escuela para la educación
ciudadana, a contracorriente de la ideología que dominó el panorama de las
reformas de los años noventa, supone al menos abrir el esfuerzo a todos,
aceptando que se trata de la deliberación política entre «concepciones del
mundo» a propósito del significado de la igualdad, la justicia, la libertad, la
felicidad, la fraternidad, el bienestar.
“La grandeza de un hombre
consiste en reconocer su propia pequeñez”
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